JAIME BUHIGAS escribe un precioso artículo en el blog INTELIGENCIA EMOCIONAL Y SOCIAL. En él afirma que la enseñanza es un ARTE y que los maestros y profesores somos ARTISTAS.
Merece la pena leerlo entero, sobre todo en las horas bajas para levantar el ánimo.
Enseñar es un ARTE. Llegó la hora de decirlo alto, claro y sin ningún
pudor. Más que una profesión. Más que un oficio. Más que una artesanía,
la enseñanza es un ARTE. Así, con mayúsculas: A-R-T-E. Y eso convierte a
los maestros, inequívocamente, en ARTISTAS. Y se me llena la boca al
decirlo. Se me llena el alma de justicia al pensar que puedo declarar a
los cuatro vientos, con voz firme y emocionada: ¡Maestros y profesores
del planeta… sois artistas!
¡Pero cuidado, no cualquier clase de artista!:
artistas de los de verdad, de los que no son famosos, de los que
entregan su afán diario a los secretos de su disciplina, de los que
convierten su labor en camino, devotos de su obra, fieles al pequeño
trabajo diario pero bien hecho; artistas de los de paso lento y
meditado; alquimistas de la transmisión; labriegos del conocimiento,
anónimos y auténticos; artistas de mano sucia y corazón dispuesto;
artistas de pura cepa y sin tonterías.
Así es y así a ha sido desde el origen mismo de la profesión, tan
antigua como la misma humanidad. El maestro, sabio y paciente, mimoso de
un oficio que opera con seres humanos, era aquel que con sus buenas y
bellas artes trasladaba su experiencia vital a las nuevas generaciones,
para que en ellas floreciera la luz del conocimiento, siempre renovado,
eternamente joven, en un acto de generosidad visceral y de profundo
compromiso con la sociedad, la civilización y en definitiva, con la
vida. El maestro abría los caminos, marcaba direcciones, conducía a sus
alumnos a la mejor disposición para vivir, para pensar, para crear, para
ser ellos mismos y que alcanzaran los grados de existencia que el
propio maestro ni siquiera había soñado. Ese ha sido siempre el noble
arte de la enseñanza. El arte más casto, el más útil, el más altruista…
el más humano.
Sin embargo, una maldición ha caído sobre la milenaria estirpe de
artistas maestros. La peor de las maldiciones: aquella que hace que uno
ya no sepa quién es en realidad, olvidándose de su verdad, del sentido
de su obra, del fin de sus fatigas. Y por culpa de este hechizo fatal,
tan grosero y tan moderno, los maestros siguen ejerciendo su arte sin
ser conscientes de la grandeza de su trabajo. ¡Terrible locura! La
sequía poética que azota al mundo ha truncado la visión de los
ciudadanos nacionales, que al revés que Don Quijote, ven simples molinos
donde hay gigantes y a Aldonza Lorenzo, donde está la bella Dulcinea.
Para nuestro «primer mundo», tibio y ocioso, esclavo de las meras
cosas y entregado al exceso de todo lo prescindible, el maestro ya no es
un artista. Es un trabajador más, eso sí, con demasiadas vacaciones y
demasiado pocas horas semanales de faena. Un ciudadano medio que repite
año tras años sus mismas clases aprendidas en sus primeros cursos de
ejercicio profesional. Un fulano que no aspiró a más y que no
encontrando mejor carrera, optó por la docencia como última alternativa
para que no falten las lentejas en la mesa y las facturas pagadas en el
banco. Un pseudointelectual, generalmente trasnochado (nunca volvió a
estudiar desde que entró en el aula), que ejerce su único y patético
poder suspendiendo o aprobado a sus alumnos, a los que, con frecuencia,
tiene una manía feroz.
Este es el monstruo docente que ha diseñado nuestro mundo de
mercaderes y prestamistas. En esta bestia se ha transformado el príncipe
del viejo cuento. Y lo más cruel es que, esclavos de la impía Circe,
los cerdos se han creído su metamorfosis y empiezan a conformarse con
su puerca condición. Maldición de maldiciones. ¿Dónde están los eternos
artistas de la enseñanza? ¿Saben ellos quiénes son? ¿Se han olvidado de
su altísima misión, aquella que estaba llamada a cambiar el mundo? No lo
sé.
Por eso lo quiero volver a decir. No, a decir no. A GRITAR:
¡Maestros! Enseñar es un ARTE. Un arte de la trasmisión y de la palabra.
Un arte de la presencia y de la atención. De la escucha, de la entrega.
Un arte de mil recursos en el que los ingredientes nunca son
suficientes: silencios, gestos, movimientos, matices, tiempos,
sorpresas, preguntas, respuestas, juegos, viajes, diálogos… Todo ello
hábilmente entretejido con información, ideas,
conceptos, materias, reflexiones… Una deliciosa puesta en escena, en el
más riguroso directo, para conducir la desbocada energía de veintitantos
alumnos, en menos de una hora, y llevarla hasta los altos parajes de
algún tipo de sabiduría. Casi nada.
Entrar en el aula es medir, valorar, sentir, escuchar, calcular,
elegir, actuar, ¡arriesgar! Dar clase es un constante riesgo. ¡Y crecer!
¡Y aprender: el profesor es el eterno alumno!. Como el más concienzudo
escultor, músico o arquitecto, el maestro transforma el espacio y el
tiempo en mundos precisos, en momentos de encuentro, en instantes de
infinita posibilidad. Ese es el noble arte del maestro.
Nadie sabe lo que es dar una clase hasta que no se ha colocado
delante de un grupo de alumnos, del mismo modo que nadie sabe lo que es
el teatro hasta que no se ha puesto delante de un patio de butacas o
nadie sabe lo que es ser pintor hasta que no ha sentido el desierto
existencial y mudo de un lienzo en blanco. Porque ante todo, el artista
necesita valor.
Y el maestro, en mucha mayor medida y como buen artista, también lo
necesita. Porque se enfrenta al público más exigente del mundo: los
niños y los jóvenes, cuya condición intrínseca reclama siempre verdad.
Y verdad es lo que tiene que entregar el maestro: verdad en su mirada,
en su vocación, en su amor por lo que enseña. Verdad en su pasión, en su
presencia, en sus palabras. La Verdad disfrazada de cualquier
asignatura ( ¡ay! las asignaturas… ¡pero si el conocimiento es UNO!).
Verdad de las muchas verdades que hay. Eso lo único que educa a las
personas, lo que nos abraza al mundo, lo que nos devuelve a la grandeza
de nuestra realidad en el Universo. Porque, en definitiva, la obra de
arte del maestro son sus alumnos. Y esto convierte a la enseñanza, ya no
en un arte, sino en el más grande y más trascendente de todos ellos.
Así pues, este es mi mensaje: ¡Arriba profesores! ¡Despertad del
letargo! ¡Romped el hechizo! ¡Volved a nacer a la excelencia de vuestro
ARTE! ¡Vuestra profesión es poesía, magia y devoción! ¡Vuestro premio es
el mismísimo futuro! ¡Sois héroes anónimos que construís el mundo y lo
podéis convertir en un lugar mejor! Y estáis por encima de gobiernos, de
leyes, de chapuzas, de partidos y demás esperpentos mediáticos, tan
prosaicos, tan feos. ¡Dejad de purgar con sangre la terrible cordura de
los idiotas!
Protestad todo lo que haya que protestar porque tenéis razón. Pero
por dios, no protestéis como esclavos. Protestad como hombres libres.
Hombres libres que construyen y no solo se quejan. Y jamás olvidéis que
vuestro verdadero poder está en las aulas y que sois vosotros, y no los
feos, los que estáis modelando con vuestro arte a los hombres y a las
mujeres del mañana.
Jaime Buhigas
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